lunes, 3 de mayo de 2010

Paisanaje (7) Roque



Que tenía tendencia al engorde, como los gatos capaos, era algo que saltaba a la vista, no podía negarlo. Desde que los mocos -verdes, espesos, gelatinosos...- le colgaban mansamente de la napia (y ya ha llovido, que hace una pila de años de eso), los kilos de grasa habían ido conquistando fronteras en su estuche de piel que antes ni sospechaba que existieran y que le fueron confiriendo poco a poco, con disimulo y como quien no quiere la cosa, una apariencia ovalada, casi esférica. Para ver de ponerle coto al desmán físico Roque había intentado de todo: desde dietas supuestamente infalibles (la de la alcachofa, la de la zanahoria, la de los pomelos, la de los hidratos…) hasta remedios de todo tipo inventados por mercachifles locos, a  cual más peregrino e inútil, y que se veía de lejos que no eran más que engañabobos. Con vistas a encubrir en lo posible su aspecto morcillón a ojos de los demás, el Roque no dudaba en comprarse la ropa bien holgada, al menos un par de tallas más grandes de lo necesario, de lo que nos enterábamos presto por boca de “La Prensa”, la cotilla más fiable del escalafón. Más de un choteo, y más de dos, tuvo que aguantar el gordinflas a cuenta de ello: -Roque, o te bajas el culo o te subes los pantalones, decídete de una vez que nos tienes en un sinvivir -le tirábamos con cartuchazos de sal en cuanto aparecía. -¿Y esa camisa? ¿Se la has quitao a los gigantes y cabezudos?

Cosas así, inocentonas y joviales, que tampoco era cuestión de hacer sangre de más con la desgracia ajena. Incluso, e impulsado acaso por el hartazgo ante nuestras constantes pullas irónicas, se apuntó a un gimnasio (ese invento del maligno fuente de tantos pesares y agujetas, de tanta concupiscencia y adulterio, de tanta ruina y encedad) donde mortificaba sus músculos tres horas al día, cinco veces por semana, en desigual e inútil batalla contra las arrobas sobrantes de manteca. Bueno, lo de gimnasio es un poco exagerao: iba a un establo medio en ruinas que habían arreglao buenamente entre unos cuantos, tan zumbaos como él,  pa practicar su tontuna. Aparte de eso, también compraba en la teletienda todo tipo de artilugios del género trapacero: medidores de grasa corporal, cinturones milagrosos  (y feos de cojones) que prometían reducir la papada, el abdomen y las cartucheras sin más esfuerzo que el de enchufarlos a la corriente, pelotitas esponjosas de tacto divino pa aliviar el estrés… Menudos camelos.

Cuando se le calentaba la lengua después de hincarse un par de copazos de cazalla, el Damián recetaba el remedio a lo bruto: -Un pico y una pala le daba yo a ese tragón. Y venga a picar y a palear hasta que los desgastara. Y de menú, pan y agua día sí, día no; ya veríais como se le quitaban de golpe las pamplinas y le bajaban los sebos a toa mecha.

Bien es cierto que el Roque tenía sentido del humor, que es una cualidad que empieza por saber reírse de uno mismo y no tan valorada como debiera, por lo que echaba en saco roto nuestros consejos, sin rencor ni mala baba, con razonamientos de esta guisa:
-Esto no es barriga, caballeretes, que no entendéis de la misa la media: esto es que me s´ha caío el pecho y entoavía no he tenío tiempo de levantarlo -nos soltaba tranquilo, acariciándose la tripaza a dos manos como un fraile zumbón satisfecho tras la cuchipanda. O este otro, muy bueno, y en nada parecido al anterior en cuanto al léxico se refiere: -Yo no estoy obeso, señores: soy rotundo y armónico de formas, como del canon helénico. Admirar, no sin envidia y estupefacción, la elegancia sin parangón de mi curva abdominal y praxiteliana. Y ahora, discúlpenme usías el mutis repentino; es la hora de mi deposición vespertina y he de dirigirme al excusado con premura pues me noto el intestino con una leve, mas ciertamente insidiosa y molesta, turbación. Con permiso.
¿Ein? ¿Mande? Boquiabiertos nos dejaba con su labia cambiante.

¿Tenía sentido del humor el tío o no? Eso sí, siempre y cuando no le salieras con aquello de “El perro de san Roque no tiene rabo porque Ramón Ramírez se lo ha cortado”. Le ponía de los nervios el puto chascarrillo. Le encabronaba el genio hasta no te imaginas cuánto y arremetía sin ton ni son contra cualquier bocazas puñetero que le buscara las cosquillas por ese lado.

Un día apareció alardeando por la taberna sin el anillo de casao, lo que le costó un disgusto de los gordos con la parienta: -Que no hay que ir presumiendo de cónyuge, ni dando pistas al enemigo, que se espantan las solteras, macho -decía el tío, displicente y feliz, con esa pachorra tan suya. Habló el Adonis, no te jode. Si todos sabíamos que se lo había quitado el “Roy” en su taller porque ya no le cabía en el deo, que casi se le gangrena por la presión; una morcilla de Burgos parecía el anular.

Pero lo peor de todo, y en lo que había un acuerdo casi unánime en el pueblo, era el terrible impacto visual (y emocional) que provocaba su cotidiana actividad: ver al Roque embutío como al vacío en plástico de envolver o en papel de plata arrastrando su exceso de arrobas con ese trotecillo cansino y cochinero, enfundao en un chándal zarrapastroso del año del cancán morado y amarillo (mira, como Los Ángeles Lakers), vuelta va y vuelta viene sudando la gota gorda, congestionao como un gorrino cuando ventea al matarife, y a la vista de quien quisiera verlo, era una experiencia difícil de olvidar: nos ponía los pelos igual que bics de punta fina, un nudo corredizo y bien gordo (como de ahorcao en noche de luna llena) apretando la nuez, y el ánima tal que racimo de uvas pasas. Una experiencia, ya te digo, que no se la deseo ni a mi peor enemigo por mu mal que se haya portao.
-Ponme otro chato, Tomasín, que me s´ha quedao la boca seca como el esparto con la visión.

Entre la era del tío Cirilo y los perales de la Antonia (cosa de media legua a ojo de buen cubero), el bueno del Roque, a fuerza de zapatilla y perseverancia, a base de trote y sudor, entre idas y venidas, había hecho un surco mu aparente en el trayecto. Nos puso el apodo en bandeja: “El Arao”. Roque “El Arao”. ¡Virgen santa, qué jartera de reír se pegó cuando se lo dijimos la primera vez apoyaos en la barra de la taberna! Se le bamboleaban la tripa, la papada y los mofletes cosa fina. El chato de tintorro que se estaba tomando se le fue por el camino equivocao y le dio un ataque de tos que daba miedo. Temblaban hasta los vasos. No te digo más que estuvo a punto de pegarle una congestión. ¡Qué tío! Más salao que las pesetas era. Tan en gracia le cayó el mote que cuando se repuso del percance hasta nos invitó a unas rondas y unas raciones, él, que siempre fue de los de la Cofradía del Puño Cerrao y la Cartera Apretá. No salíamos de nuestro asombro. Verlo pa creerlo.

Pero cuando la cosa está de pasar… Y mira que se lo machacamos mil veces del derecho y del revés: -“Arao”, hombre, déjalo ya. No te obceques. No marees más la perdiz. Si el que ha salío gordo, gordo se va a morir. Y además, y pa que te enteres, según unos estudios de la Universidá de (y aquí nos inventábamos un nombre cualquiera, pero en inglés, que da más credibilidad, porque la verdad es que no teníamos ni puñetera idea, sólo tratábamos de quitarle esa obsesión insana de la cabeza), está más que demostrao científicamente que los gordos son más felices que el resto del personal. Pues disfruta, coño, Roque, carpe diem; hazlo aunque sólo sea por nosotros, que nos tienes en un sinvivir. 

Pues de nada nos valió el argumento, no hubo manera humana de que diera marcha atrás. Y es que cuando la mente se trastoca y te pica la araña del desvarío…

Así que cuando habló de pasar por el quirófano y pronunció las palabras líftin y bótox (-Pa quitarme lo que sobra, poca cosa, un poquino de aquí y otro de allí, un pinchacino en esta parte pa alisar las arrugas… -argumentaba convencío de su razón), tuvimos que ponernos serios y tomar cartas en el asunto:
-Eso sí que no, Roque; hasta aquí hemos llegao. Sandeces, las justas. Si a nosotros nos gustas así y te tenemos buena ley, que eres mu entretenío y buena gente. Déjalo estar como está, que vete tú a saber si sales con bien de la anestesia o los del bisturí te cortan lo que no deben, que no serías el primero que casca o se desgracia pa los restos por esa tontá -pontificó el Miguelillo en nombre de todos.
Pero como no daba su brazo a torcer, que también era más terco que un mulo cojo, no hubo más remedio que mover algunos papeles en el juzgao de la capital e ingresarlo en la Casa de Salud. En el manicomio, vamos. Valiente chalaura, un líftin. Una pena, porque nos perdimos lo de tapear de gorra de cuando en cuando a su costa,  pero es que el asunto era ya de fuerza mayor, un tema de conciencia. Y por un amigo ya se sabe: lo que haga falta.

El perímetro de la institución lo tiene pateao, pero a base de bien, de arriba a abajo y de pe a pa, como un topógrafo recién diplomao en su primer currele cartografiando al milímetro una finca virgen.

Las monjitas se ocupan de él con abnegación y le dejan tranquilo con su tontuna: le dieron unas playeras, un niqui y un consejo: -Hala, a correr, “Arao”, que el airecillo de la tarde topando contra el rostro viene mu bien pa la circulación y despeja los malos pensamientos.

Dicen las hermanas que no da ni miajita de guerra: se hace su circuito por el huerto y los claustros, llega, se ducha, cena lo que toque de rancho esa noche y se mete en la piltra a dormir como un bendito.

Y mientras no moleste.


4 comentarios:

  1. Precioso relato, Elías, hoy te has superado. Conozco a algún "Roque" y confieso que me ha estremecido tu texto, cuya ternura se derrama entre la ironía de tus palabras. La obesidad es una "mochila" llena de piedras que mina la vida de quien la carga. Me ha encantado.
    Ya sabes que vendré algo menos a visitarte, pero vendré.
    Un fuerte abrazo.

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  2. Una vez más (ya es costumbre) un dibujo bien trazado, preciso y divertido. Me ha encantado el sentido del humor del amigo Roque. Y esa decisión de los amigos, "por su bien".

    Un abrazo.

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  3. Gracias, Mercedes, por tu atinado comentario.
    Ternura e ironía era exactamente lo que buscaba en él a la hora de escribirlo.
    Y ven cuando quieras, ya sabes que serás bien recibida.

    Otro igual de fuerte para ti.

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  4. Antonio: es que hay veces que como los amigos no tomen la iniciativa...
    Y al "Arao", está claro, se le había ido la olla.

    Un abrazo.

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