lunes, 9 de abril de 2012

Perro encadenado


A la entrada de la finca hay un perro encadenado. Ya nadie recuerda cuánto tiempo lleva así y por supuesto nadie tiene memoria de cuándo fue la última vez que lo vio suelto. El perro encadenado cumple la función de avisador, es la sirena que anuncia la llegada de alguien. Es una alarma siempre conectada. Sin cables. Sin baterías. Sólo necesita las sobras de la comida y la cena. Nadie tiene nada en contra de él, sólo que la vida de perro es así. En la finca está la perrita de la casa, pequeña, manejable, con la que juegan los niños; están los perros de caza, con su espacio aparte, muy movidos, como si estuvieran siempre dispuestos a salir tras la pieza; y luego está el perro encadenado, el más grande, el de ladrido más fiero, al que no conviene acercarse porque nadie sabe bien cómo reacciona después de tantos años encadenado. No es muy larga la cadena, unos cuatro o cinco metros desde la puerta de la caseta de madera donde está anclada. Ese es el radio del acción del perro encadenado: un semicírculo en el que no crece hierba alguna, por donde el perro encadenado va y viene una y otra vez, una y otra vez, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. El roce de sus patas erosiona el terreno de forma lenta pero persistente. Para comprender la profundidad de su desesperación, sólo hay que medir los centímetros que el suelo se ha hundido allí, en ese semicírculo pelado, de tanto ir y venir, una y otra vez, una y otra vez, desde hace tantos años que muchos piensan que el perro nació así, encadenado.

Miguel Mena (Piedad, Xordica, 2008)

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