martes, 29 de enero de 2013

Paisanaje (21) Agustín


Un sinsustancia, un pichafloja, un quiero y no puedo, un mierda de lechuguino, un capullo integral se mirara por donde se mirase y por mu temprano que se levantara, es lo que era el Agustín. ¡Menudo prenda!
Había heredao la casona donde vivía de su abuelo Camilo, coronel de Caballería en la guerra de Cuba, de donde tuvo que salir por patas y con el rabo entre las piernas ante el empuje feroz de los mambises. Y lo que son las cosas de la milicia, absurdas como pocas, que no hay cristiano que las entienda, con otra condecoración luciendo garbosa en la pechera del uniforme de gala. Según el acta de concesión de la quincalla honorífica, “Gracias a la astucia y valentía demostradas en el campo del honor con un repliegue táctico perfectamente ejecutado”. Sí, sí, táctico; ya, ya, repliegue; más bien, diría yo, una desbandá a toa leche al grito de “marica el último” y manchándose de marrón los pantalones, yéndose de barilla pero bien, que los quintos le temían más a los machetes indígenas que a tormenta de verano en descampao.
Una panoplia comía de carcoma con un sable oxidao, un fajín descolorío con borlones colgando y un sombrero de guano (“conquistao a los rebeldes desagradecíos con la Madre Patria” dejó escrito el Camilo en el informe del desastre, y que fue lo único que pudo conservar en la huida) a modo de prefacio o peana, escoltada por un horrendo loro de cerámica esmaltá producto de algún artesano con lobotomía y un toro de fieltro con banderillas con los colores de la “enseña nacional”, destacaba encima de la chimenea y debajo de un cuadro donde campaba a sus anchas el retrato del abuelo (la expresión feroz, altivo y seco, un mostachón espinoso camino de unirse con las patillas de hacha, la mano izquierda descansando sobre el sable apoyado en el suelo, tocado de gala bajo el sobaquillo de la diestra…) con mucho marco barroco, churrigueresco incluso. Y nunca mejor dicho lo de a sus anchas: porque un hipopótamo con bulimia, una ballena varada en la playa, una mole informe y grasienta parecía el tal Camilo embutío en el uniforme de gala. Como pa verlo desnudo, tú: te cagas en las bragas. Y eso que el artista del pincel se aplicó a base de bien con todo su talento (tampoco mucho, no te vayas a creer que el pintamonas era un Goya o un Velázquez) en estilizar la figura sin desmerecer demasiado del modelo.
Pobrecito del jamelgo donde el Camilo asentara las posaderas. Me lo imagino sable en ristre  cargando a galope tendido en las llanuras de Balaclava o asaltando Aqaba por la retaguardia con las tropas a camello de Lawrence de Arabia y me entran ganas de llorar a moco tendío por el sufrimiento de aquellos pobres animales. Aparte de que llegaba el último, fijo. Y no digamos ya en un bohío o en un pantano y “con el machete en la mano”, que dice el son montuno. Impensable, vamos. Sólo subirse a la grupa de la montura suponía casi una obra de ingeniería, un temerario desafío a las reglas más simples de la hípica y una afrenta escandalosa a la ley de la gravedad: escabel de tres peldaños, dos ayudantes al lao tirándole p´arriba de los sobacos y algún pobre desgraciao penando arresto que le empujaba el trasero a dos manos y aun con el hombro y castigando lumbares. Sin contar al que luchaba por sujetar como podía al equino, que ponía poco de su parte tratando de impedir a toda costa el castigo con galones que se le venía encima, intentando evitar que aquella masa amorfa, que aquella amenazante presencia en traje de faena, mas con tratamiento de usía, le partiera el espinazo de una sentada.
Entre el jolgorio por lo bajini de los ociosos y francos de servicio, convalecientes de pega, escaqueaos varios o cocineros echándose un cigarrito antes de ponerse con las perolas del rancho… sujetos que contemplaban la escena en plan vodevil sentaos a la sombra de las palmeras abanicándose ricamente con el paypay de jipijapa y dándole con alegría al ron viejo, el sargento de semana, tal que patrón de cofradía ordenando a los nazarenos la maniobra de izar el paso de su devoción, tal que capataz del carbón azuzando a los mineros, tal que cómitre sin alma largando látigo contra los galeotes, arengaba a los implicados en la faena tratando de infundirles arrojo para llevar a feliz término el ingrato cometido, aunque, y esto estaba más claro que el agua, con un cierto recochineo en la voz de mando:
-Atención, tropa: a la de una, a la de dos, y a la de tres. ¡Aaaarriba con él, mis valientes! ¡Semanita de permiso y un vale pa ir de putas si sale a la primera! -se regodeaba el suboficial de los pobres quintos. ¡Qué espabilao, el sargento! Más pieles que un lagarto tenía el chusquero. Engolosinaba a los soldaos con las piruletas del premio cuando bien sabía él que aquello era misión imposible, que la infame maniobra ecuestre no iba a salir a la primera ni a tiros.
Como sísifos modernos, a modo de atlantes tristones sosteniendo su pesada y eterna carga, igualito que picapedreros con perpetua de trabajos forzados -como si no tuvieran ya bastante con lo suyo de común-, los cuatro “edecanes” acababan tan reventaos tras los múltiples intentos para consumar la hazaña que, ya se ha dicho, nunca salía a la primera (-Hay que joderse, me cago en mi estampa, a tomar por culo el permiso y el polvete gratis-, maldecían su perra suerte los soldaos), que era ley no escrita, mas seguida a rajatabla, el ser rebajaos durante el resto del día de cualquier otro servicio con o sin armas. Y con pase pernocta y barra libre en la cantina para ahogar las penas y ver de reponer las sales y calorías perdidas en el suceso. O permiso para irse a la piltra a voluntad. Al arrestao, además, se le descontaban días de la pena, proporcionales, a criterio del chusquero, con el esfuerzo y entusiasmo empleaos en la penosa tarea, que tampoco hay porqué ensañarse más de lo que dicta el ya de por sí duro reglamento disciplinario de la milicia. Casos hubo (están documentaos en informes oficiales) de tener que pasar por la enfermería después del esfuerzo, perjudicaos algunos sorchis con hernias de las dos tipologías, tendinitis diversas, lumbalgias cabronas  y persistentes y lesiones musculares sin cuento; la tropa prefería, de todas, todas, la primera línea del frente a semejante condena, no te digo más.
Pero quienes peor lo pasaban en semejante aprieto, con diferencia, eran las pobres monturas del destacamento, dos yeguas alazanas y un macho castrao de capa marrón, sufríos cuadrúpedos que relinchaban histéricos cada vez que barruntaban al baranda rondando el establo con ganas y arrestos de patrulla. De común noblotes y tranquilos, la bulla de los animales en la cuadra (coceos, relinchos, bocaos a los encargaos de la remonta… casi un motín en toda regla) sólo podía explicarse por la peligrosa y dañina proximidad del Camilo. Con decirte que tenían correturnos en la cuadra pa no repetir el servicio de manera consecutiva…
Esto, claro está, no lo supimos por boca del Agustín, que, aun siendo un poco lelo, no lo era tanto como pa tirar piedras contra su propio tejao; esto nos lo soltó uno de un pueblo de aquí al lao, jurando en arameo ante nuestra suspicacia y cachondeo que a él se lo había contao su abuelo, número que fuera de aquella tropa de ganapanes y analfabetos, en una noche de borrachera y remembranzas. Y es sabido de antiguo que los borrachos no mienten.
Pues de semejante paladín, de semejante príncipe guerrero, descendía el Agustín, por buen mote, “El Marqués”. Hidalgo antiguo y de blasón (To p´alante… si se puede, era la divisa familiar), Don Agustín Lope de Aguirre y Castillo de Montánchez y Ledesma (así rezaba en la tarjeta con relieves y colorines que gastaba en las presentaciones, era muy de protocolo pa estas tontás) tiraba malamente con unas rentas escasas de olivares y alcornoques y unas fanegas de tierra con querencia al barbecho, que hasta pena daba verlas en su abandono. Rentas que se le esfumaban en su mayor parte en mantener el aviario tropical que se había montao en la casona: loros, cotorras, guacamayos, cacatúas, periquitos… Una fauna de pico y pluma impertinente y gritona, y guarra como ella sola, dicho sea de paso, que campaba a su libre albedrío dando el coñazo y descargando el vientre cuando les salía de ahí mismo por todas las estancias de la heredad. Si no había ochenta pajarracos, había ciento y la madre… No se libraba del guirigay y la peste de los bichos ni el váter. Una puta chifladura, no me digas tú a mí.
Hombre, bonitos sí que eran, no voy a decir lo contrario, le daban color al domicilio y tal, pero quitando eso… Los bichos formaban una escandalera de no te menees: to el puto día graznando y gritando, gritando y graznando (o lo que coño hagan estos pajarracos), que nos ponían la cabeza como sandías reventonas. Y en el centro del pueblo, en plena Plaza Mayor, pared con pared con el Ayuntamiento y el Casino y encimita mismo de la botica.
“El Marqués” los tenía a cuerpo de rey, mejor que si le hubiera puesto pisito a vicetiple ligera de cascos: bebederos de porcelana y nácar, cadenitas de oro y plata, alcándaras y columpios de ébano o palosanto acolchados en terciopelo púrpura… La rehostia en verso, tú. Las jaulas parecían catedrales barrocas en año jubilar. Y no te vayas a creer que de manduca les daba unas pipas o unos cañamones, y hala, ahí os apañéis. De eso nada, monada: anacardos, pistachos, maní del bueno, coquitos del Brasil, almendritas tostás… Lo más granao y selecto dentro de lo que es la industria del fruto seco y sus derivados era el menú habitual de aquellas bestezuelas gritonas y deslenguadas. Y frutitas de su tierra natal (aguacate, papaya, mango, chirimoya...) de postre. Si parecía que comían a la carta, joder, que no hay derecho, con el hambre y la necesidá que hay por el mundo. Por no hablar de lo que cagaba semejante piara de pico, tanto en cantidad como en calidad, con tal dieta rica en grasas y fibra: la capa de mierda con solera, que no era el Agustín tampoco mucho de escoba ni fregona, había alfombrao casi por completo el suelo de madera de la casona.
-Mis plumíferos volátiles paseriformes de tan singular y pictórico cromatismo -peroraba el imbécil con vomitiva pedantería cuando le preguntábamos por la tontuna- se merecen lo mejor de lo mejor, no me cabe duda alguna: me hacen mucha y muy necesaria compaña en la injusta soledad de mi antigua y noble y singular hidalguía, y la contemplación serena de sus volanderas acrobacias suscita en mí felices evocaciones (cafetales en flor, mulatonas guapas, ron añejo de caña, puritos habanos…) de nuestras extintas posesiones en ultramar; posesiones que, como ya sabrán ustedes, de más está señalárselo, fueron lamentablemente desgajadas del materno y espléndido tronco común por la fuerza de las armas gracias a la deslealtad e ingratitud de los nativos insulares en estrecha y anti natura alianza con la desvergüenza y codicia del imperio anglosajón de allende los mares.
Así, del tirón y como lo oyes. Ni quito ni pongo na.
Nuestros oídos no daban crédito. ¡El Agustín hablando de recuerdos de ultramar como si se hubiera criao allí chupando teta morena! ¡Pero si el mamón no había salío de la provincia en su puta vida!
El género pa la pitanza de los bichos se lo enviaban cada semana de un establecimiento especializao de la capital en un paquetón ex profeso con mucho sello y documento adjunto: paquetón que el cartero se negaba en redondo a cargar en su macuto -vete a saber el verdadero porqué de los motivos, aunque él argüía que aquello no era correo, correo, sino paquetería comercial, y que el reparto de la misma no entraba en sus competencias-, y que “El Marqués” recogía puntual tos los martes con un motocarro cochambroso y asmático. Que también era pa verlo a bordo del carruaje trirrueda: pantalón bombacho de franela a cuadros de colores (como de payaso tonto o jugador de golf antiguo), chupa de cuero con mucho bolsillo y cremallera, gorro de piel con orejeras de lana, gafas de piloto de los albores de la aviación… Con esa pinta hasta en pleno verano, que tiene mandanga la cosa si miras la mala hostia con la que sacude aquí el lorenzo. Un hidalgo en motocarro; le echas una foto, y clavadito al cartel de alguna peli cutre del Pajares y el Esteso: un espectáculo grotesco.
En fin… To mu fino, mu fino, pero había que oír lo que aquellas alimañas con plumas soltaban por el piquito. Porque, entre unos y otras, entre loros y cotorras, entre guacamayos y cacatúas, habían acumulao (iba a decir “a la chita callando”, pero como que no me cuadra) un vocabulario faltón y arrabalero que soltaban sin ton ni son a todas horas y a cualquiera que atinara a pasar por debajo de sus balcones. Y por allí pasábamos, un día sí y otro también, to el pueblo, que pa eso era la plaza.
Entre lo que habían copiao del Genaro y el Hipólito, sujetos ambos versaos de sobra en el dominio del lenguaje tanto pa un lao como pa otro, y lo que habían aprendío ellos solitos poniendo la oreja, es un decir, tú ya me entiendes, yo creo que habían inventao un nuevo idioma, una especie de jerga incomprensible que el lunfardo, y el cheli, y el caló, a su lao, lenguaje académico. Y no pa echar piropos precisamente.

Tal que cosa del demonio, oye, cómo le colocaban a cada uno lo suyo: que pasaba el Roque trotando su desgracia carnal, pues de gordo asqueroso p´arriba; la Encarni no se escapaba de mal follá; “El Panta” no bajaba de chulo putas; “El Barajas” de tramposo y tuerto pringao; el Ramón de calzonazos…
Y así, uno tras otro, otro tras uno, el resto del censo: tos retrataos a voz en cuello. ¡Qué cabrones los bichos, cómo tenían calao al personal!
Aquello no había quien lo soportara, la cosa pasaba ya de castaño oscuro, había que tomar medidas en serio, pero ya, ipso facto. Y como por lo legal no pudo ser (que el alcalde no veía cómo requisarle aquellas inmundas sabandijas o expropiarle el inmueble con la excusa sanitaria -algún buen agarre debía de tener el hidalgo en la Diputación-), pues hubo que improvisar; así que cuando “El Marqués” tuvo que ausentarse unos días pa tratarse de unas venéreas en la capital (cosa de ladillas tercas, según “La Prensa”), vimos el cielo abierto: igual que en Fuenteovejuna, y comandaos por el alcalde horquilla en mano abriendo la marcha como tiene que ser, mismamente porque así ha sío de toa la vida de dios, forzamos el candao de la entrada y, tras una batida a conciencia habitación por habitación, desde el recibidor hasta el balcón, desde la cocina al trastero, no dejamos bicho vivo ni pluma en su sitio. Qué descanso, tú. 
Después de la escabechina, se hizo un silencio relajante en el pueblo como hacía tiempo que no se recordaba. Y al día siguiente, ya limpias de pluma y paja las piezas cobradas, una comilona popular en la plaza. Que ya lo dice el refrán: “Bicho que vuela... pa la cazuela”. Un pelín correosa la carne, pero bueno, pasable, empujada buenamente por el tintorro y las cervezas. Que corrieron con alegría, también hay que decirlo, entre risotadas y cuchufletas. Y de remate de la francachela, castillo de fuegos artificiales como en la fiesta de la patrona, que la ocasión bien que lo merecía. Por aquí, ya lo habrás notao, aparte de lo que nos gusta poner motes, también somos mu refraneros y festivos.
¿”El Marqués”, dices? “El Marqués”… pues qué quieres que te diga. Hombre, con el chocheo empalagoso que se traía con los pajarracos, bien bien, lo que se dice bien, no se tomó lo de la cuchipanda con sus aves de plato principal, era de esperar. Se le abolló un poco la chola con el disgusto y se quedó más p´allá que p´acá. Alguna neurona de ésas que le haría catapúm dentro del coco por el tremendo sofocón que se llevó con la noticia mezclao con el champú pa las ladillas. Con decirte que se tiró una semana enterita dando vueltas por el pueblo con el motocarro intentando atropellar a todo el que se pusiera por delante.
Pero anda y que le den por donde amargan los pepinos.
Conque ahí está ahora: en la Casa de Salud, en amor y compaña con las hermanitas de la toca y “El Arao”.
Y lanzando algún graznido de cuando en cuando.

1 comentario:

  1. Otra muestra más, precisa y divertida, de ese "suculento" Paisanaje.

    Abrazos.

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