jueves, 18 de abril de 2013

Plas (un antiguo relato)



Cuando entro en la sala encuentro una penumbra apaciguadora. En los divanes dormitan tres muchachos, las cortinas echadas sobre los ventanales. Esta tarde de verano todo el mundo está dormido. En la habitación de donde vengo también descansaba una mujer con la cabeza vencida hacia el hombro derecho, un libro abierto en el regazo, los pies descalzos buscando el frescor del suelo de madera. Doy una vuelta por la pieza  y observo la fotografía de un niño ciego mirando bobamente al vacío. Toco su nariz y el cristal está muy frío, desagradablemente frío, así que me retiro en silencio haciendo el menor ruido posible para no despertar a los durmientes.

Por entre las cortinas color crema -para ser más exacta, entre su unión, porque hay dos y no llegan a juntarse del todo- penetra un rayo de sol que muere justo en el terciopelo verde de un sillón con el respaldo muy gastado por el uso. Me apoyo allí y oigo la calma de la tarde, y miro las motitas de polvo que viajan por el rayo de luz, como estrellas en la noche. Mis ojos se van acostumbrando a la penumbra y recorro toda la habitación con la mirada. Aparte de los muchachos y los divanes, diviso una mesa de mármol rosa en la que también reposan unos libros y un geranio. Hay una alfombra gastada y medio sucia, dos lámparas de pie enfrentadas entre sí y separadas por uno de los divanes. Veo también una cómoda antigua con algunos cajones entreabiertos y una máquina de escribir con un folio colocado y en blanco. En una de las paredes destaca sobremanera el retrato de algún antepasado con un gesto en el rostro entre decidido y cruel. Da un poco de miedo.

De alguna parte de la casa viene ahora un tintineo de tazas, un eco doméstico de fregadero tragando agua, ésos gorgoteos inconfundibles, y esta rotura del ritmo quieto me viene bien porque estaba empezando a sucumbir al sopor y no puedo quedarme dormida, puede ser peligroso. Abandono el terciopelo verde, el dorado descanso, desentumezco el cuerpo, doy otra vuelta por la sala, y me acerco a escuchar a la puerta, atenta a no hacer ruido, a no cometer un fallo.

Ahora acaricio levemente el cabello moreno y áspero en la sien de uno de los muchachos que duermen y, bajando un poco, recorro la fina piel de su mejilla. El muchacho sacude la cabeza murmurando algo inconexo, y yo me alejo rápidamente, justo antes de que su mano llegue al territorio poroso abandonado por mí. Se rasca tenue, bajo la mano y vuelve a quedar inmóvil, respirando rítmicamente en su sueño. Un hilillo de saliva resbala de entre sus labios.

Voy hasta la ventana herida de sol, y la claridad me da de golpe en los ojos y me molesta, pero no me retiro. Me apoyo en el cristal ligeramente caliente y miro hacia afuera mortalmente aburrida. Pienso incluso en hacer una incursión hasta la cocina para comer un poco, pero puede que fuera de allí de donde venía el tintineo y no quiero que me sorprendan. Además, se está tan bien aquí, apoyada en el cristal y sintiendo la tibieza del sol vespertino.

Cuando llevo un rato así, noto de nuevo que me aflojo, la somnolencia peligrosa, de modo que me nuevo otro poco. Paseo por la superficie lisa y pulida, busco irregularidades en ella, me froto los ojos dos o tres veces.
Vuelvo otra vez al cristal y pienso que la casa es linda. ¿Cómo se llamarán los muchachos? Ahora hay uno que ronca pero apenas hace ruido. Aun en sueños parece que le diera vergüenza roncar. Debe de ser un chico muy bien educado.

La casa, desde luego, no se asemeja en nada al lugar de donde provengo. Allí no había más que miseria, gente ruidosa y estentórea que entraba y salía de casuchas infames, siempre gritando, locura y caos. Aquí se nota el orden, la cordura en los actos y las cosas, el sosiego propio de los lugares apacibles. Mientras recuerdo, veo en el jardín tres frondosos sauces refrescando sus ramas y hojas en un extremo de la piscina. Afuera, detrás de la verja de madera, también descansa un auto. A mí me gusta tanto viajar en auto. A los demás no tanto, porque nunca me estoy quieta, el paisaje pasando a nuestro lado a esa velocidad me pone nerviosa, siempre moviéndome de un lado para otro. A veces me lanzan manotazos que esquivo como puedo y entonces dejo de molestar y procuro pasar inadvertida.

De detrás de los árboles surge de improviso un perro enorme, no puedo precisar su raza, pero es enorme, de veras. Se para en seco mirando hacia aquí y pienso si me habrá visto. Me quedo inmóvil, esperando, presta a huir si acaso avanza, pero no ha debido verme, pues luego de ladrar dos veces, se aleja en dirección a la verja moviendo la cola desesperadamente. Pienso, perro imbécil, el susto que me ha dado, y observo cómo levanta una pata para evacuar contra el tronco de uno de los sauces, y entonces noto una corriente a mi espalda, algo rompiendo el equilibrio de la sala en penumbra, y antes de darme la vuelta, o huir, o esconderme, una mano vertiginosa me golpea -plas- en la parte de atrás, noto mi cuerpo pegado al cristal, rotas mis alas transparentes. 

Con la última consciencia, oigo las risas de los muchachos y el chisporroteo de una cerilla encendida acercándose inexorablemente.

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