sábado, 22 de junio de 2013

La operación (6)



La Asun (así la llamábamos todos, la Asun, por lo menos a sus espaldas, que a la cara no había huevos en todo el hospital ya que vis a vis exigía tratamiento de doña o señorita de manera indistinta y sin excepción y con el nombre completo, nada de diminutivos) era una virago implacable. Coño, ni los médicos con más mando en plaza se atrevían al tuteo con ella. Por su aspecto siniestro y sus retorcidas prácticas sanitarias no me extrañaría ni un pelo que hubiera sido la ayudante de cámara favorita del doctor Mengele. O, en otra vida anterior, una becaria aventajada del Marqués de Sade. O la compinche desconocida de Jack "el destripador", que alguna sospecha hubo en su momento de haber recibido ayuda femenina para alguno de sus desmanes. 
Ya me gustaría a mí ver a un marine o un legionario de esos que presumen tanto de hombría y valor enseñando pecho y pelambrera en los desfiles mientras la Asun les sacaba sangre para un análisis: se iban a jiñar como un mirlo harto de ciruelas. Cancerbero, a su lado, no pasaría de chihuahua, de yorkshire, de perrito pequinés. Estoy seguro que de haberse tropezado con ella en algún momento, y por si las moscas, el chucho guardián de los infiernos no hubiera dado ni un ladrido y, renunciando al cargo ipso facto, se hubiera escaqueado a la carrera, cobardón y tiñoso, aullando lastimero con el rabo entre las patas.

Cuando le daba la gana, la doña podía parecer un angelito para que te confiaras como un pardillo, pero ya os digo yo que de angelito nanay. Bette Davis la llamaba alguna de las compañeras de profesión a sus espaldas, no os digo más.

Gracias a sus métodos dignos de la inquisición más cerril, supe de primera mano lo jodidamente doloroso que puede llegar a ser un pinchazo asestado con saña y a traición y aprendí de corrido (como en la escuela las tablas de multiplicar o los ríos de España y sus afluentes principales), sufriéndolas cruelmente en mis carnes, las mil y una formas, modos y maneras, a cual más cabrona y amarga y humillante de propinar una colleja o un capón. Con deciros que no conocí cura ni sacristán que llegara a su maestría, creo que os lo digo todo. Y mira que estos menestrales de la curia estaban más que entrenados a conciencia en colegios, sacristías e internados y tenían más que sobrada práctica en tan puñetero menester.

Eso por no hablar de cuando nos tomaba la tensión: como la vieras acercarse enfilando hacia ti con el artefacto en las manos y una sonrisilla de lado en los labios, ya te podías ir preparando y encomendándote a toda leche a tus dioses tutelares y la corte celestial en pleno: nos inflaba el brazo casi a punto de reventar con la presión del aparato sólo por el gustazo que le daba ver la cara de pánico que poníamos.

¿Y cuándo nos cambiaba los apósitos? ¡Madre del amor hermoso, qué momento terrible! Todavía, cuando me acuerdo de los tirones que nos daba mirándonos hipnóticamente como serpiente a ratoncillo sin escapatoria, como mantis hembra copulando con el macho incauto y vicioso antes de zampárselo, como león hambriento a gacela coja… ora de golpe, ora poquito a poco y como recreándose en la suerte para arrancar el esparadrapo y las vendas pegadas en las heridas, se me saltan las lágrimas de rabia. Luego, con aquello palpitando a cien como un pollito recién nacido, te echaba un buen chorro de alcohol en la carne viva (-El agua oxigenada es para cobardes -argumentaba risueña la muy cabrona ante nuestros gritos y lagrimones) y te atenazaba en su regazo con un abrazo de luchador de sumo para que no te movieras ni un milímetro mientras el líquido cabrón nos hacía la puñeta a las bravas y supieras de primera mano lo que era bueno y quién era la que mandaba allí.

Y de las inyecciones… qué os voy a contar de las inyecciones que ya no hayáis imaginado vosotros solitos. Pues os quedáis cortos: era mucho peor que todo eso. Disculpadme, pero no me encuentro con fuerzas de entrar en detalles acerca del brutal refinamiento que había adquirido en la tortura con la aguja aquel basilisco con faldas.

¡Menuda hija de la gran puta, la Asun! Si la hacen a propósito no sale tan bien acabada
Para más inri, hablaba una especie de jerga propia en un tono cortante y frío y desagradable a más no poder y de la que no entendíamos casi nada a la primera, que se nos quedaba una cara de pasmarotes… Pero era mejor intentar descifrar cuanto antes lo que decía y hacerle caso rapidito, creedme, eso lo aprendí pronto.

Si os digo que hasta las monjas la rehuían peco de escaso por un extremo y de generoso por otro: alguna hermanita había que incluso se santiguaba y agarraba el crucifijo con disimulo y más fe de la habitual buscando, de manera inconsciente y como en un acto reflejo, protección divina cuando se cruzaba con ella por los pasillos, tal si hubiera visto a alguna hija bastarda de Satanás o a la suegra de Belcebú.

Y esta es la hora, más de cuarenta años después, que se dice pronto, en que aún sigo padeciendo los efectos secundarios de aquella terrible relación: cuando veo alguna mujer con un lunar con pelillos en la cara me asaltan de súbito tembleques y escalofríos y se me pone la piel como de gallina desplumada y a punto para el caldo. Yo creo que me da hasta fiebre. Y esa noche, lo más seguro es que tenga horribles pesadillas donde soy perseguido sin tregua ni desmayo por un batallón de lunares peludos con cofia y armados con agujas hipodérmicas gigantes buscando mi tierno culete o mi brazo indefenso. O que me mee de miedo en el catre, lo que, como es lógico, no suele dejarme en buen lugar ante mi mujer.

Continuará...

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