lunes, 24 de junio de 2013

La operación (7)



Pero, si no eres un memo o un papanatas de nacimiento, que entonces no hay nada que hacer, es atributo esencial de la infancia rebelarse ante lo impuesto por la fuerza. Y a ello nos dábamos con ahínco en la medida de nuestras escasas posibilidades los ingresados allí. El hospital estaba dividido en dos secciones denominadas coloquialmente “la de los de pulmón y la de los de corazón”. Y como si los afectados por alguna patología de uno u otro signo fuésemos forofos acérrimos del Madrid o del Atleti un día de derby liguero, tampoco nos tragábamos mucho que se diga y nos liábamos a mamporros unos con otros a las primeras de cambio. Allí, claro, lo sabían perfectamente: las colas que se formaban todos los días a las mismas horas para suministrarnos las pastillas y los jarabes tenían que hacerlas procurando que no coincidiéramos en ellas los de uno y otro bando. Hasta en el comedor había turnos diferentes en desayuno, comida y cena para que la cosa de la pitanza transcurriera en paz.

Pero como la burricie y la estupidez también son consustanciales al género humano en todas las etapas de la vida, en vez de aliarnos contra nuestros kapos con bata, que hubiera sido lo de sentido común, gastábamos las energías en sacudirnos entre nosotros, en dirimir mediante absurdas batallas nocturnas una especie de guerra larvada. Batallas alimentadas durante el día en súbitas y ocasionales escaramuzas que, como golpes de mano bélicos, nos propinábamos unos a otros, ya se ha dicho, a la menor ocasión.

Las fuerzas numéricas entre pulmonares y cardíacos solían andar parejas, y aunque había veces en que gracias a las altas y permisos alguno de los bandos superaba ampliamente al otro, era este de la paridad de efectivos un factor muy a tener en cuenta si queríamos salir triunfantes, o al menos no malparados, en las trifulcas.

En nuestro ejército "pulmonar”, los que perdían el resuello a las primeras de cambio en las refriegas cuerpo a cuerpo (los asmáticos confesos, los enclenques de chicha, los gallinas de por sí…) eran destinados a labores de espionaje e información: localización de objetivos, vías de ataque y escape, posibles sabotajes en las trincheras enemigas para minarles la moral… Con toda aquella información a mano, la cosa se nos figuraba coser y cantar, un voy y vengo, un ve calentando la comida que enseguida estoy allí. Por riguroso turno enviábamos comandos noche tras noche para asaltar sus posiciones en busca de cualquier botín: ocultación de medicamentos, requisa o saqueo inclemente de ropa, zapatos y provisiones, embadurne de betún, empape de literas… Es evidente que no siempre salíamos con bien de todo aquello: los sufrientes de la víscera cordial se defendían con astucia y valor de nuestras acometidas e incursiones, cuando no eran ellos los que irrumpían en tropel en nuestras defensas con descaro y arrojo.

Lo peor, con todo, no eran esas refriegas a deshora de las que a veces salíamos trasquilados y con el rabo entre las piernas: lo peor era sortear indemnes una especie de zona muerta, de tierra de nadie, un terreno desmilitarizado, un, diríamos, checkpoint Charlie donde estaba el cuarto de guardia de las enfermeras como puesto fronterizo entre las dos secciones. En aquellos pasillos desolados era casi una temeridad aventurarse de noche, pues reinaba en ellos una oscuridad amenazadora que apenas lograba mitigar el minúsculo resplandor aportado por los globos de cristal traslúcidos que colgaban de los techos: lámparas que daban una luz de pena, pobretona y sucia, con un asqueroso color como de mantequilla calentada de sopetón, como de calzoncillo con muchas puestas seguidas, algún "adorno" indeseado y falto de agua y jabón.

Las enfermeras, sabedoras de nuestra inquina mutua (ellas también tenían servicios de información; y muy buenos, por cierto), solían estar vigilantes. Había que pillarles muy bien las vueltas para esquivar su ojo de lechuza, su olfato de sabueso, su radar de murciélago. Pero había noches en que, aburridas, aflojaban el celo en la alerta, yo sospecho que a propósito, para divertirse un rato a nuestra costa y hacer más entretenida la guardia forzosa.  Pasado este punto ya no había vuelta atrás, había que completar la misión sí o sí, retroceder no era una opción porque el repliegue hubiera significado encontrarnos entre dos fuegos y con los flancos al descubierto.

Uno de los botines preferidos de las razias nocturnas en campo contrario eran los suministros que las madres aportaban con generosidad, y aun exceso, los días de visita. Todos los domingos, las madres (pelo recién cardado, exceso de carmín y colorete, colonia a granel…) llegaban en manadas bien surtidas de provisiones: tabletas de chocolate, alguna muda limpia, magdalenas caseras, rodajas de chorizo o jamón… Esto último estaba prohibido, pero la mayoría de ellas estaban más que versadas en pasar los controles sin que les detectasen el fiambre de contrabando. Y, sobre todas estas viandas tan caras al paladar infantil, los también muy necesarios soportes "espirituales" tan propios de la edad: cromos, canicas y tebeos, muchos tebeos. ¡Me habré leído yo pocos Pumbys, Jabatos y tebeos del TBO! Y de gorra y por la cara, porque lo que es mi madre no me llevaba ni uno. Ella era más de yogures y jerséis, de calcetines y bufandas. En cuanto las mamis se iban, empezábamos con el mercadeo a lo pobre: te cambio esto por eso, te doy diez bolindres por media tableta, el bocata chorizo por un Guerrero del Antifaz

Ahora que lo pienso, veo que aquello fue como una especie de entrenamiento para la mili, donde también se las tenían tiesas de común veteranos y “conejos” y las escaramuzas nocturnas eran bastante más cruentas. 

Continuará...

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