sábado, 15 de febrero de 2014

Cortázar


Hoy he recordado que el pasado día 12 se cumplieron treinta años de la muerte de Julio Cortázar. Durante una buena temporada, el autor argentino nacido en Bélgica fue fundamental en mi educación como lector. Leía y atesoraba  sus libros (aún los conservo todos) con el fervor de un converso deslumbrado por un descubrimiento que no acababa de entender bien. Por eso mismo sospecho que acaso no fui capaz de asimilar como debiera su peculiar literatura, fuera de todos los cánones por mí conocidos hasta entonces. 
Un año después de su muerte escribí como homenaje a su persona y su obra este poema que ahora transcribo, inspirándome en títulos de algunos de sus relatos y libros.
Fue publicado en diciembre de 1985 en la revista de creación Alor Novísimo de Badajoz.

Liliana llorando
en estas horas de febrero
y las cartas de mamá
que llegan de Buenos Aires
con instrucciones para Jhon Howell
sobre cómo leer los recortes de prensa.

Alguien que anda por ahí,
tal vez la señorita Cora,
nos habla de la salud de los enfermos,
los venenos,
los buenos servicios
de tu vida y tus libros.

Vamos por la autopista del sur
hacia un lugar llamado Kindberg,
allí donde hay
una continuidad de los parques
y la orientación de los gatos
se pierde entre alaridos de saxo.

En la sobremesa,
después del almuerzo,
una flor amarilla preside la reunión
mientras hablamos del Julio cronopio
y las palabras crecen como musgo suave
recordando tu barba entre canosa y joven,
el calor de tu voz en silencio.

No se culpe a nadie,
dice Silvia,
la muerte posee
armas secretas que no imaginamos,
algo como las babas del diablo
o todos los fuegos,
una puerta condenada al final del juego,
y contra ella ni siquiera hay versos.

Ahora,
la noche boca arriba
nos manda vientos alisios
y cuando miramos absortos
las caras de la medalla,
por segunda vez desde entonces
nos damos cuenta de nuevo
que queremos tanto a Glenda,
Julio te queremos tanto.
 


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