lunes, 28 de abril de 2014

El viudo



Desde que murió su mujer (y ya iba para tres años, hay qué ver cómo pasa el tiempo), no había quien lo aguantara: esa faz macilenta, esa tristeza perruna, esas lágrimas como de plomo derretido…

-¡La echo tanto, tanto de menos! -sollozaba compungido, todo el santo día llorándome en el hombro, sorbiéndose los mocos y la pena, que me ponía la chaqueta perdida cada vez que me agarraba por banda.

Pues ya estará tranquilo.

Le hice la gracia de mandarlo con ella.

Que no he nacido yo para paño de lágrimas.

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